miércoles, 27 de febrero de 2013

Antonia Moreno de Cáceres, amor a la patria


(Texto de Delfina Paredes Aparicio)  Antonia Moreno Leiva vio la luz de la Patria y el mundo el 13 de junio de 1845 en el distrito de San Juan, bañado por las aguas del río Ica  que nace en alturas de Huancavelica.  Recibió de sus padres Fulgencio y Antonia, instrucción y una educación insobornable que  marcaría su conducta de por vida.

Aún no habría cumplido los 20 años cuando conoció a Andrés Avelino Cáceres, con quien contrajo matrimonio el año1876.

El 5 de abril de 1879 se inició una etapa de funestos acontecimientos para nuestra Patria, que templaron hasta límites indecibles las fibras de resistencia del pueblo.

Ante la declaratoria de guerra e invasión de nuestro territorio, emergió la respuesta inmediata de miles de peruanos que acudieron en su defensa. En el Cusco se encontraba entonces como Prefecto, el Coronel Andrés Avelino Cáceres. No hubo duda, no hubo vacilación para abandonar su cargo, reestructurar el Batallón Zepita y ni aún para dejar su hogar, porque a su lado y frente a él estaba Antonia Moreno, enhiesta ante la adversidad y decidida a incorporarse  desde ese momento a la defensa de la Patria.

Múltiples eran las tareas para el abastecimiento del ejército y en todas ellas participó convocando a otras mujeres para  confeccionar  uniformes, dotar de mínimas vituallas a los soldados cuya gran mayoría estaba integrada por runas.  Alentadas por ese ejemplo cientos de huarmis ataron su hijo y el qepi a sus espaldas y emprendieron la ruta hasta los límites de la Patria.  “Las rabonas” las llamaron, pretendiendo menguar su papel en la historia.

Antonia no puede partir. La imaginamos a la salida del Cusco, con sus pequeñitas Hortensia y Zoila Aurora, tomadas de su falda, Amelia en sus brazos y con el corazón dividido viendo alejarse el Batallón Zepita.

Todos los nombres de las batallas, de los pueblos arrasados por el invasor, se instalarán en su memoria y en su espíritu para siempre: Iquique, Dolores, Pisagua, la candente pampa del Tarugal, Tarapacá, Arica Tacna.

 Es la tarde del 15 de enero de 1881. Los invasores han arribado a  la Capital.   Hace meses que Cáceres apenas si ha llegado en pocas oportunidades a la casa y hace dos días que el ejército conformado por universitarios, profesionales,  artesanos, indios en su mayoría, está en el campo de batalla.

El 13 por la noche fogatas inmensas se aprecian en la lejanía, por el balneario de Chorrillos.

El terror se ha instalado en las casas limeñas, donde han quedado sólo mujeres, niños y ancianos. Y ahora, Miraflores también está a punto de sucumbir.

Van llegando los sobrevivientes, algunos heridos, buscando el refugio de sus hogares. Antonia ha instalado un botiquín de emergencia y junto con las mujeres que la acompañan, socorre a algunos, alcanza agua y emoliente a otros. Las horas pasan  su angustia va creciendo, algunos informan que ya todo el ejército se ha retirado del campo de batalla.

Pero Cáceres sigue combatiendo, ha bajado hasta la quebrada de Armendáriz con las municiones casi agotadas, envía a uno de sus ayudantes por apoyo, pero éste no llega.

Quebrantada finalmente la resistencia, abrumado por el fuego enemigo ya no le es posible contener la dispersión de la tropa.  Está solo, con la pierna herida y debe abandonar el campo.


Antonia espera su llegada, las horas pasan, la tropa invasora ingresa a la ciudad; despavorida la gente trata de protegerse en sus casas, trancan puertas y ventanas y se encomiendan a Dios.
Antonia, también invoca a Dios y arriesgando su vida va en busca del héroe, recorriendo las ambulancias.  No lo encuentra, teme lo peor. Agotada y pensando en su hijas pequeñitas retorna al hogar.

Al inicio del nuevo día alguien viene a comunicarle que Cáceres, aunque herido, está en lugar seguro. Los padres jesuitas lo han atendido en la ambulancia instalada en San Pedro y lo han escondido en el convento. El alivio llega a su agobiado corazón. Incontenible llanto brota de sus ojos, quizá como un presagio o preparación a la terrible y portentosa tarea que le aguarda en la Breña. donde cumplirá el deber, en primera línea, de limpiar la bandera y la humillación de la Patria con sus acciones, con sus palabras y seguramente también con sus lágrimas.

Todo lo que podamos decir  será una pálida imagen de lo que constituyó la participación de Antonia Moreno. Siento como que cargó todo el peso de la ignominia, del escarnio que sufrió el Perú durante la ocupación de nuestro territorio, y tuvo la capacidad sobrehumana  de
secundar sin un reproche, sin pretextos, sin condiciones, con iniciativas propias, a Cáceres y  al puñado de patriotas cuyos nombres debiéramos aprender para no olvidarlos jamás.

El 15 de abril de 1881, apenas recuperado de sus heridas, Cáceres emprende solo el viaje a Chosica y luego continúa hasta Jauja, donde empieza, de cero, realmente de la nada,  a organizar el ejército de la Resistencia. 

Un tiempo después llega Antonia,  llevando la  misión política de abrir un diálogo entre su esposo y el doctor García Calderón, Presidente Provisorio de la República. 

En los pocos días que permanece Antonia en Matucana, puede advertir la carencia casi absoluta de armamento, así como de vestimenta del incipiente ejército. Decide entonces, a su retorno,  dedicarse a la tarea de conseguir armas  y convoca a patriotas, mujeres y hombres a constituir un comité patriótico de conspiradores en el que participó, presidiéndolo, el obispo Tordoya.   

Escuchemos sus propias palabras: “Mi viaje a la sierra donde se alistaba ese puñado de héroes, resueltos a sufrir y luchar sólo por salvar el honor del Perú- pues no tenían grandes probabilidades de éxito- animó mi espíritu, rebelde a la servidumbre . Entonces me entregué con todo el ardor de mi alma apasionada a la defensa de nuestra causa, dedicándome a la  conspiración más tenaz  y decidida contra las fuerzas de ocupación”.

Su actividad era seguida y vigilada por el enemigo. Varias veces su casa fue allanada y en alguna oportunidad  se la buscó para detenerla. Aunque su actividad era un riesgo permanente, cuidaba de no caer  en manos del invasor. Cuando fueron a buscarla con intención de detenerla, no dudó en trepar al techo de su casa y alejarse hasta ponerse a salvo. 

Constantemente acudían a ella a través del Comité Patriótico, jóvenes soldados que habían sido licenciados después de Miraflores y hasta algunos jefes.  Antonia se ingenió para ponerlos en contacto con el ejército del Centro para incorporarse a él.

 No se detenía ante ningún obstáculo. Enterada de que el doctor Colunga tenía bayonetas,  pero enterradas en su jardín, se ofreció a desenterrarlas ella misma, con él,  para poder  incrementar las armas  que las iban guardando bajo el escenario y los palcos del teatro Politeama.  Su dueño el señor  Nicolletti, aceptó esta arriesgada tarea venciendo su natural temor,  al advertir que el mayor riesgo lo llevaban la señora Antonia y sus criadas, de las que se valía para transportar bajo sus mantos el armamento que obtenían.      

La historia del cañoncito que  logra sacar burlando la vigilancia de los invasores es realmente notable. El obispo Tordoya, había conseguido uno y la tarea más difícil era sacarlo de Lima para Chosica. Escuchemos el relato que ella nos ofrece en sus Memorias:

“Era muy arriesgado sacar armamento de Lima, estando la ciudad bien vigilada por  los soldados de la guarnición chilena, pero mi dignidad de  peruana se sentía humillada viviendo bajo la dominación del enemigo y decidí arriesgar mi vida si fuera preciso para ayudar a Cáceres a sacudir el oprobio que imponía el adversario.

¿Cómo librar al cañoncito de caer en manos del enemigo?  Pues se me ocurrió simular un entierro. Lo hice desarmar y colocar en un ataúd.  Los “deudos del difunto” eran los oficiales que debían partir con él a cuestas hasta el cementerio, primero y después hasta las abruptas sierras. Esta arriesgada hazaña necesitó gran coraje y serenidad, pues pasaron “el cadáver” ante las narices de los chilenos, pero tanto Navarro y Salarrayán tenían temple de acero, se jugaban el todo por el todo en tan atrevida proeza; Seguramente pensando que el “querido muerto” resucitaría en un día no lejano entre las crestas de los andes, lanzando con estrépito su voz vengadora”.



Esa es Antonia, ha logrado fusionar indesligablemente con el amor a la Patria, su amor maternal y su amor al marido combatiente;  porque siendo sus hijas el tesoro más valioso quiere que no vivan en una patria encadenada, escarnecida  y sabiendo como  saben todos los peruanos, en ese momento, que la única hilacha de resistencia que decidirá su destino  se está jugando en los Andes , que la noche no podrá descender mientras Cáceres empuñe la antorcha de la dignidad, se entrega en cuerpo y espíritu a colaborar con la resistencia.

Pero su presencia en Lima, constituye ya un riesgo, puede en cualquier momento ser tomada como rehén, lo que pondría a Cáceres en una terrible disyuntiva. El propio coronel la llama. Deberá salir clandestinamente, acompañada de sus tres pequeñas.

Debe pasar por la Portada de Cocharcas, donde la espera un oficial disfrazado de indígena, con él continuarían hasta  las afueras, el cochero tiene temor y finge una avería negándose a seguir viaje. Providencialmente  pasa una carreta llevando alfalfa y deben refugiarse en ella para continuar, pero el carretero se niega a llevarles a su destino pues trabaja en la hacienda San Borja, no tienen otra alternativa que desvíar su trayecto.  De pronto un guardia chileno se aproxima.  Antonia pide a las niñas que se hagan las dormidas, hace lo propio y como había tenido la precaución de vestir con ropas de pueblo, el chileno acepta que son la familia del carretero. 

Si tenemos en cuenta la geografía de aquel momento en que las haciendas y chacras rodeaban a lo que hoy conocemos como la Lima cuadrada, y los medios de comunicación disponibles, podremos darnos una vaga idea de la odisea que significó para la señora Antonia esta travesía:   de San Borja a  Tebes, donde la espera un grupo de veinte personas, algunos de ellos oficiales que van a incorporarse al ejército. Allí deberán subir a caballo, las niñas lloran asustadas porque  no están acostumbradas a cabalgar. Continúan la marcha, pasando los senderos pantanosos de Villa,  la Tablada de Lurín,  y, ya de noche,  entre cañaverales, con riesgo de sufrir algún asalto también  las ruinas de Pachacámac;  y a eso de las 4 de la mañana llegan a Huaycán.  En este lugar descienden y se recuestan bajo los árboles.
A las seis de la mañana prosiguen la marcha y sólo al atardecer llegan a Chontay. ¡Por fin libres!  Ya están entre los suyos.

Antonia tiene la facultad de apreciar los pequeños gestos y manifestaciones cariñosas del pueblo. La tensión que la ha acompañado en todo el trayecto se diluye en la felicidad de poder lavar, quitar el polvo del camino, peinar a sus hijas y bajo un árbol generoso observa cómo las niñas han encontrado piedrecitas de colores para jugar con ellas en esa pequeña placita  rodeada de humildes chozas de donde salen sus habitantes para alcanzarles alimento. Un poco más allá se levantan los cerros contundentes, se divisan los desfiladeros  profundos, seguramente estrechos… Por ellos transitará su vida y la de sus hijas. Y será esta gente sencilla  de escasos bienes quienes acompañen su trayecto y el de sus hijas, calmen su sed su hambre y los de sus hijas; porque su destino está ligado indisolublemente al de ellas.

Excepcional, y creemos único caso en la historia de los pueblos, en que un Comandante militar sostiene una campaña bélica con su mujer y tres pequeñas hijas a su lado. Literalmente a su lado en las marchas, avances o retiradas, por lomas o cuestas empinadas, cruzando pampas o ríos, durmiendo a la intemperie, soportando los fríos, las lluvias , los helados picachos,

Y no es una rémora, una limitación para el guerrero.  Es la enfermera diligente y maternal en  el terrible tifus que asoló en Chosica al ya numeroso ejército, que  luego  de esta plaga  quedó reducido casi hasta la mitad. Y sufrirá con Cáceres por todos los que murieron en el inicio de la resistencia y sufrirá con él las dolorosas muertes en batalla. Y así como  él  se integra, se incorpora, se mimetiza con la raza ignorada hasta el punto de ser llamado Tayta, Antonia comparte pesares y alegrías con las mujeres, que la llamarán la Mamá Grande y verán en ella a la comandante general de las Rabonas.

Pero las adversidades, las mezquindades no están sólo de parte del invasor. Tremendo conflicto de sentimientos cuando hay que enfrentarse a los que consideramos compatriotas y actúan como traidores… Mientras en la Región Junín, el Valle del Mantaro, la ayuda de pueblo y hacendados fue unánime, desde  Ayacucho, se consolidaba un grupo para  frenar la Resistencia y aún enfrentarla.

A su encuentro debe ir Cáceres, y es en esa ascensión del cerro Jullcamarca, cuando una tormenta inusitada, de esas que arrastran piedras tierra y arbustos, cae implacable sobre el ejército y se lleva hombres, bestias de carga y el  armamento.

Cuando, cercana la  noche, sonaron los primeros truenos  y despuntaron los relámpagos, Antonia y el grupo de mujeres que habían iniciado temprano el ascenso, estaban a punto de alcanzar el pueblo. A pesar de ello, llegaron empapadas a guarecerse en el templo.
Allí permanecieron, la lluvia no cesaba y sólo al clarear el alba, el sonido de una débil corneta las hizo precipitarse a la plaza; por una esquina aparecía, casi arrastrándose, lo poco que quedaba del ejército...

No hay palabras para describir la desolación que invadía a todos.  Cáceres exclamó. ¡La adversidad me persigue, hasta la naturaleza me combate!

Los sobrevivientes iban llegando, Ya entrada la mañana y luego de la inspección de lugar y de hombres que se hace, se advierte que de 800 combatientes quedan sólo 400.   Antonia supo de esas profundas cimas de dolor y adversidad que  la imbatible voluntad de Cáceres remontó infatigable.

Y así logró  en la cumbre del Acuchimay una victoria sin balas, ganando para la Resistencia a un buen grupo del ejército opositor.

Llega el momento en que Antonia advierte que ha concebido un hijo, abriga la esperanza de que sea varón. La lucha en La Breña se ha intensificado, los cambios de lugar, se suceden semana a semana. Caminatas, trotes a caballo, alimentos frugales y, algunos momentos de descanso por la cariñosa acogida de los pueblos que ofrecen no sólo sus vidas, sino también sus cantos y sus danzas, sus flores y sus frutos. Todo lo vive  con intensidad. En ella está instalada la permanente zozobra por todos los avatares de  La Resistencia, pero un sentimiento mayor, de plenitud  por la nueva vida que lleva en su ser la embarga hasta hacer insignificantes todos los pesares.

 Y en Tarma,  donde está el Cuartel General, después de un prolongado y doloroso proceso de parto llega al mundo un hermosos niño muerto casi al nacer, su sufrimiento es insondable y ella también está a punto de perder la vida.

Escuchemos su propio relato “Mi salud siguió alterada durante varios días y entonces recibí la más abnegada prueba de una india, sublime en afecto por nosotras. Yo estaba con fiebre y necesitaba la extracción de mi leche, una buena mujer ofreció a su hijito para que lo lactase.
¡Vieja raza noble que tan bien sabía comprender la grandeza del deber y del honor!”

La cuesta de la Amargura aún no ha concluído. Apenas convaleciente debe seguir al ejército patriota, pues el invasor retornaba con fuerzas remozadas y bien equipadas. El 21 de mayo de 1883, los ayudantes  anunciaron: ¡General, los chilenos a la vista!

Antonia no solicita protección,  quiere evitar a Cáceres cualquier distracción que lo intranquilice o aleje de su responsabilidad  guerrera. Viste apresuradamente a sus hijas y confundidas con el grupo de mujeres avanzan hasta Cerro de Pasco con el ejército.
Desde este momento no habrá tregua, Huánuco, Huariaca, Ambo, Recuay, Huaraz.

Es imprescindible para Cáceres tomar una decisión ante la amenaza de los  ejércitos invasores de Gorostiaga y Arriagada que por el norte y por la costa pretendían cercarlo.
Cáceres convoca a una Junta de Guerra en la que Recavarren, Luna y otros oficiales  apoyaron la decisión de dar el combate en Huamachuco. Cáceres decide tramontar con el ejército la cordillera. Será  una ascensión durísima por senderos estrechos e inseguros donde algunos hombres y bestias  se desbarrancaron cayendo a profundos abismos.

Es inexorable la separación de Antonia, que debe salvar a sus hijas. Bastante deteriorada su salud,  se dispone  a emprender una dura travesía que la conduzca a algún lugar seguro.

 Pasados los años recuerda aquel terrible momento:  “Un rato duró la penosa despedida. Cáceres y sus acompañantes parecían el símbolo del dolor. Se acercaron a nosotras y nos abrazaron cariñosamente. Cáceres acarició a sus hijitas intensamente emocionado,  fue desgarrador, como si mil puñales nos hubieran atravesado el corazón…”

Cruzando nuevamente los Andes, hasta la costa; atravesando nuestro territorio donde estaba instalado el invasor bajo muchas modalidades; Antonia, doblegada por una tifus que se le manifestó en el trayecto  y que sólo con la ayuda de patriotas que corriendo el riesgo de ser fusilados la acompañaban o escondían, logró salvarse y salvar a sus hijas.

De toda la inmensa experiencia vivida,  Antonia, destaca la participación de los demás. En sus memorias enaltece la intervención de jefes y soldados y guerrilleros en La Resistencia  y tiene particulares frases de cariño para el pueblo menos favorecido. Y así nos dice:

“Siempre estuvieron listos para luchar valientemente contra el opresor .Ellos soportaron con la más grande abnegación y coraje todo el formidable peso  de esa epopeya de La Breña, que a fuerza de heroísmo y sacrificio dejó muy limpio y alto el pendón del Perú. Como peruana y testigo de sus grandes hechos, quiero dejar una palabra de cariñosa gratitud a esos queridos indios e indias de las sierras andinas.”

Y nosotros Señora Antonia, Ilustre Rabona de La Breña, nos quedamos prendados de tu historia y desde nuestra pequeñez te rendimos tributo y agradecimiento por habernos enseñado cómo se ama y defiende el territorio de la Pachamama que llamamos Perú.